30 de marzo de 2011

Day 40: El búho pirata del British Museum



El búho pirata ha recorrido mucho mundo y quemado muchas vidas (como los gatos, pero todavía más). Empezó su viaje en Egipto (el antiguo, el de los faraones glamourosos y los pergaminos ilustrados y los sarcófagos del horror vacui) y deambuló por Mesopotamia y Grecia antes de zambullirse en el Imperio Romano, las Guerras Púnicas, el cisma de Bizancio y la Inglaterra que se asoma al medievo. El búho se sabe al dedillo la Piedra Rosetta (cómo no) y es un experto en escultura clásica y en los grabados del palacio de Nabucodonosor. Casi nada.

Al búho pirata, sin embargo, le ha quedado clavada la espinita de no haber cruzado el charco. Admira los moais de la Isla de Pascua y los jeroglíficos aztecas, y las pirámides de Guatemala le parecen mucho más impresionantes que las de su país de origen (mucho más esbeltas, más elegantes y soberbias sobre la selva ingobernable). Quizás algún día pueda viajar a América, quién sabe.

El búho pirata perdió su ojo hace mucho tiempo, luchando contra Bucéfalo en una fría y lluviosa mañana al sur de lo que hoy es Bulgaria. Claro que el caballo también se llevó algún picotazo que otro. Pero, pese a los años, sigue igual de ágil y vuela rápido como el céfiro. Cuando le apetece, claro.

El búho pirata se ha hecho con una impresionante colección de antigüedades, saqueando aquí y allá, y la exhibe en el British Museum. Puede parecer que es una estatua, pero cuidado: mejor no burlarse, no menospreciar su fiereza, porque entonces serían sus garras clavadas en tu espalda lo último que sentirías en tu visita al British.

23 de marzo de 2011

Day 39: The London Eye




Quieren hacernos creer que la ciudad es un cíclope, un monstruo de un solo ojo que parece dormir a la orilla del río. Parece pero no, porque, si uno se fija bien, esas pestañas de metal y esos ojos de vidrio (que han engullido ya, cual Polifemo, millones de humanos como si fueran ovejas y cueros de vino) se mueven continuamente, despacito, incansables, bajos los resplandores del Sol entre las nubes o las luces de rojo y azul tan estridentes, en esta noche de nuestro tiempo. El ojo es voraz, atrae a todos con sus radios finos como hilos blancos, y compite directamente con el Támesis, con el Big Ben y las Casas del Parlamento, que estaban allí antes, pero que no se pueden quejar (y, a fin de cuentas, son más aburridas porque sus luces no cambian, porque no pueden moverse, porque las campanas no pueden visitarse, porque no ofrecen algo temporal, rápido, de moda, cool, dirán algunos). El ojo ofrece buenas vistas de Londres, no las mejores, pero sí necesarias.

Quieren hacernos creer que el London Eye está allí, cerca de Westminster, pero no es cierto. La ciudad es un monstruo, sí, una araña de miles de ojos hexagonales, una cámara en cada esquina, una fotografía de cada coche, de cada edificio, un número para cada habitante, un alzado de cada ventana y de cada puerta. Londres tiene en realidad un millón de ojos, y te observa, incluso cuando parece que duerme. El London Eye es, tan sólo, la cabeza de turco, el más inocente de entre todos esos espías colgados de los muros.