27 de agosto de 2010

Day 23: Goodge Street

Tiempo: El viento de Mary Poppins trajo el otoño. El Sol viajó a España de vacaciones, pero decidió quedarse.
Cociente intelectual: depende del día, pero sin lugar a dudas cuesta abajo y sin frenos



Arterias de cemento.

No hay momento de reposo en Goodge Street, excepto la noche, y a veces ni siquiera. El tráfico es siempre espeso, y los autobuses monumentales la cruzan incesantes (monstruos muchas veces vacíos que regurgitan la misma gente, día tras día, en el mismo lugar, a la misma hora). Los restaurantes (de sushi, italianos, de bocadillos, pastelerías, mejicanos, españoles) cierran temprano y se dirigen todos en una fila y vuelcan hacia Charlotte Street, en donde aparecen los tailandeses, los indios, el japonés de categoría cuya cocina hace poco se quemó. Tesco escupe gente hasta las doce cargados con bolsas de comida barata. El Pollock´s Museum aguarda impaciente otra visita. Ahora han colocado unas bicicletas de alquiler, todas iguales, como clones de un ejército de guerrilla a la espera de derribar la tiranía de los coches. Goodge Street es ruido, gente, basura. Las gaviotas despiertan con el Sol y bajan a tomar su desayuno graznando en voz alta, peleándose por los restos de la cena con sus (malditos sean) congéneres. Sí, los restaurantes son máquinas de producir bolsas negras, que salen puntualmente por las puertas cada hora aguardando bajo los árboles, en los alcorques parduzcos y desgastados, al camión que pasa dos veces al día, con su ejército fluorescente, presuroso y aburrido. La gente no camina sino corre porque siempre se llega tarde a todo y han venido a comerse la vida ahora que aún tienen un poco de tiempo. Las casas, bajo el peso de los trancos cargados sobre el pavimento, se desmoronan lentamente, con ladrillos hundidos, ventanas torcidas, capialzados de madera roñosa que necesitan pintura cada año. Las casas tienen también doscientos años, y las anónimas, la mayoría, miran con envidia a aquéllas de la placa azul, ese recordatorio de haber sido morada de algún ilustre, como medallas conseguidas en tiempo de guerra. Las casas no tienen ascensor ni parking ni aire acondicionado ni persianas, y son las más caras de todo Londres, o casi. Chelsea es un barrio glamouroso y la City es hervidero de negocios y piedras con historia, pero Goodge Street es mestizaje, sangre bombeando deprisa dentro de las venas y calles de la ciudad cambiante. Sobre el embaldosado irregular y sucio hemos cruzado todos, ya nos hemos mirado en todas las ventanas, y cuando nos marchemos y cambien el nombre del Fitzrovia seguirán mirando los ladrillos mampuestos, las chimeneas rojas, los paveses redondos del pavimento de la superviviente, milagrosa Goodge Street.


9 de agosto de 2010

Day 22: National Gallery (I) - Close Examination

Weather: hoy hace solete, viva y bravo amigos!
Color de la camisa: blanca y violeta, como los colores de mi ciudad, y con unos gemelos muy chulos.





Detectives of the oil

La National Gallery es uno de los edificios clásicos más representativos de Londres, que preside la plaza de Trafalgar Square. Leonardo o Velázquez pueden encontrarse en una colección de antiquísimo origen, y magnífica. Estos días se exhibe una exposición temporal que nos habla de los investigadores de cuadros. Al estilo de Sherlock Holmes, y aplicando las nuevas tecnologías (Rayos X y análisis químicos para empezar), los expertos desenmascaran falsificaciones, añadidos y errores en las pinturas (supuestamente) de los grandes maestros. Se analiza la historia de cada cuadro expuesto, y algunos pequeñas joyas de Boticelli o Rafael, con algunos casos realmente curiosos. Una horita muy entretenida, y luego pasan una película que no está mal.

En todo caso, a mí el asunto no me convence del todo. A veces, en pinturas supuestamente del siglo XVI se utilizan pigmentos descubiertos en el siglo XVII. Obviamente son falsificaciones. Hasta ahí vale. Otras veces se dice que el supuesto Rembrandt en realidad no lo es, puesto que se utiliza una técnica de fijado distinta a la del artista. Otras veces, se dice que, aunque el artista normalmente pintaba en tabla, esta vez, excepcionalmente, pintó en lienzo. Es decir, que según lo que nos interese, decimos una cosa u otra. Los expertos (más bien arqueólogos) lo tienen muy complicado, pero parece que su sistema es algo aleatorio. Lástima. El arte entra entonces en el terreno de la ciencia y de la teoría, y las teorías son peligrosísimas y muchas veces falsas. Quizá sea mejor contemplar la belleza de un cuadro sin preocuparnos demasiado de autoría, procedencia o de lo que se pagó en su día en la subasta. Sólo quizá.


6 de agosto de 2010

Day 21: The Tower of London

Días para las vacaciones: 9
Miopía: seguimos en 4,25 dioptrías, aunque las gafas son cada vez más modernitas



Sangre de reyes
Merece la pena dedicar una mañana a recorrer la Torre de Londres, y después tal vez, si el tiempo acompaña, cruzar el Tower Bridge y darse un paseo por el SouthBank o acercarse a St. Katherine´s Docks y envidiar los balcones que miran los yates amarrados. Es caro entrar en la Torre de Londres, aunque lo caro y lo barato se diluye en esta sociedad alocada, en la que porciones diminutas de comida se transfoman en cenas de 150 libras por cabeza, o en la que se paga 30 libras por una piedra de Swarozky que cuesta originalmente 70 céntimos. La audioguía, además, se paga aparte, pero es fundamental para comprender que pasaba en cada rincón del recinto.



Dicen que hay fantasmas en la Torre de Londres, y que los guías no hablan nunca de ellos porque trae mala suerte. En teoría son aparecidos que llevan bajo el brazo su propia cabeza. Bueno, yo creo que la luz de las farolas en una madrugada de neblina y una botellita de ginebra para calentarse pueden obrar el milagro de ver fantasmas; o, tal vez, ni siquiera se necesite la ginebra (o la niebla). Lo que si hay en la Torre son cuervos, aunque no tiene nada de particular, porque sus cuidadores les dan de comer y les guardan en jaulas. Y, por supuesto, también hay armaduras, incluídas las de los reyes, las de los niños, las de los caballos y la más grande del mundo, la de un gigante del siglo XIV que medía más de dos metros. Yo me imagino en mitad de la batalla, y entrever por esas ranuritas mínima del yelmo a esa bestia parda con una espada de veinte kilos viniendo hacia mí y me faltan piernas para salir corriendo…



Son dos los lugares del recinto que llaman más poderosamente la atención. Uno obviamente la Torre Blanca, en la que, con ambientación de McDonalds y al más puro estilo vagón de ganado pestilente, se exhibe la colección de joyas más importante del mundo. El diamante más grande, la corona que lleva la Reina en sus discursos en el parlamento y las pilas bautismales de los Tudor pierden así todo el glamour, exhibidas como Whoppers de tres al cuarto bajo una cinta transportadora visitada por miles y miles de turistas cada día. La tienda de recuerdos, colofón de la larga visita (por la cola que hay que hacer, claro) es encantadora de puro vergonzante.


El otro lugar de innegable fuerza dramática es la tríada formada por la prisión, el patíbulo y la capilla (importante es el orden en este caso, ya que sucesivamente se recorrían los tres lugares; aunque ignoro si, tal vez, se visitaría primero la capilla para confesión). En el lugar donde algunas cabezas reales rodaron (no tantas) han situado una escultura de cristal, con una almohada sobre un círculo plano, conformando un conjunto muy británico a medido camino entre el modernismo y la cursilería monárquica. El lugar es poderoso, y emana todavía la sangre derramada de los reyes. En la prisión, los graffiti desprenden la angustia de los condenados a muerte durante años, de los enfermos que, por creencias políticas o religiosas, nunca volvieron a ver a sus familias. Es un lugar terrible en el que el visitante guarda necesariamente silencio bajo el peso de la angustia que inevitablemente se percibe. Todas esas piedras milenarias (fortalezas, palacios, grabados mayas, pirámides egipcias) han soportado ya tanta barbarie en nombre de la estupidez que cuesta creer que, pese a su naturaleza inmortal, aún aguanten, sucias y desgastadas, tanto trajín de visitantes día tras día.


En invierno ponen una pista de patinaje al abrigo de los muros. Un lugar perfecto.

3 de agosto de 2010

Day 20: The Anchor

Weather: el verano se marchó y ya nunca regresó. Al menos no hace falta llevar jersey ni ponerse crema solar.
Profesión: aburrido con escrúpulos.



Pescado rebozado
The Anchor es un sitio secreto. Algún día, cuando este blog sea famoso, después de unas mil quinientas entradas, y los hispano-hablantes de todos los rincones se acerquen a él para recabar información sobre la ciudad que visitarán estas vacaciones, dejará de ser un secreto y aún más gente disfrutará de las mejores Fish & Chips de esta orilla del Thames. The Anchor es un pub que está en Southbank, y tiene varias estancias, varios pisos, todo tipo de sillones de piel y sillas tapizadas, terraza al aire libre junto al río y también un pequeño rinconcito en la planta alta. Se recomienda una pinta de Guinness o Pride para rematar la faena, y que sean dos raciones: no suele sobrar. Ya está, ya lo he contado, ya no es un secreto. Pero, de momento, yo lo digo en voz baja, no sea que se terminen los sobrecillos de Ketchup con tanto visitante no habitual.